jueves, 20 de febrero de 2014

EN BUSCA DE LA BIOLOGÍA IV


Reflexiones sobre la evolución (viene del post anterior)

Sobre la “integración de sistemas complejos”

Como hemos visto, las críticas a las simplificaciones del darwinismo han existido
desde su origen, tanto desde el punto de vista científico como por su condición
ideológica. Pero en los últimos años la acumulación de información, tanto del registro
fósil, cada día más conocido, como de los fenómenos desvelados por la capacidad de
observación de que nos han dotado los progresos en la tecnología han añadido una
verdadera multitud de datos reales, verificables, para apoyar estas críticas, y han
conducido a algunos científicos a proponer la necesidad de un nuevo modelo evolutivo.
Como creo que podría parecer una insolencia (y posiblemente lo sea) hacer una crítica
de propuestas alternativas procedentes de científicos infinitamente más conocidos y
prestigiosos que el que esto escribe, y también puede parecer injusto (y quizás también
lo sea) criticar intentos realizados con honestidad y la mejor intención, quisiera
justificar lo que sigue con el siguiente argumento: las alternativas que no estén
sólidamente apoyadas en datos reales pueden contribuir a aumentar la confusión y son
más susceptibles de descalificación por parte de los defensores de la teoría dominante.
Por lo tanto, me limitaré a algunas sugerencias sobre las deficiencias que, en mi opinión
(es decir, totalmente discutible), presentan como descripción de fenómenos biológicos
reales o como explicaciones del proceso evolutivo y que tal vez podrían ser solventadas
con una puesta en común si se contrastasen entre sí: Unos se presentan como modelos
puramente abstractos, que de algún modo describen la complejidad de los fenómenos
naturales pero sin referirse a datos o experimentos biológicos concretos. Otros, siguen la
tradición darvinista contraponiendo a los argumentos retóricos que la apoyan otros, también de tipo retórico, es decir, discutiendo conceptos o creando otros supuestamente
nuevos pero, igualmente, sin datos experimentales que los sustenten. La mayoría
comparten muchas de las confusiones que hemos mencionado en el apartado anterior y,
finalmente, algunos cuyas propuestas tienden a alejarse de la corriente convencional,
prudentemente (y seguro que con sobrados motivos), no se atreven a dar el peligroso
paso de “abjurar” del darwinismo (es decir, son alternativas “parciales”) ante el riesgo
de perder, posiblemente entre otras cosas, su reconocimiento profesional. En el caso de
que esta sea la causa, como no se puede perder lo que, al parecer, no se tiene, me he
podido permitir dar este peligroso paso.
Antes de volver a exponer, una vez más, los argumentos generales de esta propuesta,
(de este “esbozo” de propuesta), quisiera insistir, también una vez más, en que creo
sinceramente que nadie se puede considerar propietario de una idea científica. En
primer lugar porque las ideas no tienen dueño, y menos las científicas que, en su origen
eran para compartir y debatir con toda la comunidad científica y para beneficio de toda
la Humanidad. Pero, en segundo lugar, porque todas las ideas científicas, incluidas las
que puedan parecer más originales, están basadas en el trabajo de otros, contemporáneos
o antecesores, sin el cual no se podrían haber formulado. No se podrían haber planteado
las preguntas ni imaginado las respuestas. Y seguramente, así ha sido desde que la
Ciencia existe como tal. Sólo se pueden considerar “teorías” originales cuando son
“ocurrencias”, sin base científica y, por tanto sin ideas u observaciones científicas sobre
las que apoyarse, como la idea de que los “genes” son egoístas y competitivos, o que la
Naturaleza selecciona los seres vivos de la misma forma que los ganaderos seleccionan
ganado. Lo que he pretendido plantear es el bosquejo de un trabajo que, tampoco me
cansaré de insistir, debería ser afrontado por equipos formados por especialistas de las
distintas disciplinas, el de poner en común la enorme masa de información acumulada
en los últimos años para elaborar una verdadera base teórica que relacionase todos ellos
coherentemente, científicamente, pero sin olvidar muchas de las brillantes propuestas de
científicos que nos han precedido y que pueden proporcionar el soporte para esa tarea.
Una labor que, en este caso se apoya sobre los hombros de Lamarck, con su visión
vitalista de la Naturaleza retomada por Steele y Jablonka, Arrhenius, con su idea de la
panspermia retomada por Hoyle, Merezkovsky, y la simbiogénesis retomada por
Margulis, Goldschmidt con sus “monstruos esperanzados” y el saltacionismo del
proceso de especiación retomado por Gould y Eldredge… El problema de esta
“protopropuesta”, que asumo sin ambages, es que, cuando a las inevitables limitaciones
de afrontar esta labor de una forma individual se unen las limitaciones personales, la
visión que se obtiene es posiblemente superficial y seguramente incompleta.
 No voy a repetir aquí los argumentos y contraargumentos y las referencias
bibliográficas que ya han sido expuestas en otras ocasiones, a veces, en exceso (ver, por
ejemplo, “La transformación de la evolución”, 2005). Lo que propongo en este caso es
una reflexión sobre el significado de los datos y fenómenos reales, científicamente
verificables, que ya hemos expuesto y sus posibles implicaciones en los problemas
planteados inicialmente.
Comencemos por el principio, es decir, por el origen de la vida en la Tierra, que se
puede admitir como el hecho de mayor calado y el más significativo para la
comprensión de la vida. Los datos de que disponemos (insisto: datos reales), son los de
la existencia de bacterias, es más, de comunidades bacterianas con toda su complejidad
(Allwood, A. C. et al., 2006), incluso antes de que la Tierra acabase de formarse. Y aquí me permito llamar la atención sobre otra confusión: Todos los conceptos relativos al
origen de la vida como un proceso gradual y al azar, muchos de los cuales figuran en
textos científicos como algo “científicamente demostrado” (la “sopa prebiótica”, el
“mundo ARN”, LUCA, Urbilateria, por no hablar de los “replicadores” del “Gen
egoísta”), son (¿sorprendentemente?) inventados. Se trata de hipótesis emitidas por sus
autores como “una posibilidad”, sin ninguna base empírica (“cómo ha debido de ser”),
pero que, con el tiempo y la necesidad de una explicación, han pasado a ser
confusamente consideradas como reales. ¿No resulta desasosegante para un científico
pensar que la base científica de su disciplina se sustenta sobre hechos inexistentes?
 Volvamos, pues, a las bacterias. Los datos que se han obtenido de las rocas más
antiguas de la Tierra muestran “ecosistemas bacterianos complejos”. Esto, junto con
consideraciones sobre la inviabilidad ecológica de la existencia de un solo tipo de
bacteria (Guerrero, R. et al., 2002), hace pensar que tuvieron que “aparecer” así en la
Tierra. Desde luego, las sorprendente y difícilmente explicables capacidades de las
bacterias como “adaptaciones al azar”, su capacidad para vivir en los hábitats más
extremos e inadecuados para la vida (se podría decir, innecesarios), desde el interior de
rocas hasta fumarolas submarinas, desde el interior de reactores nucleares hasta estériles
salinas, y su capacidad para “adaptarse” a condiciones “artificiales” a las que jamás han
estado expuestas en la Naturaleza hace esta explicación insostenible desde el punto de
vista convencional. Su inexplicable abanico de nutrientes, desde sustancias industriales
tóxicas hasta minerales escasos como titanio, les convierte en algo “especial” dentro de
los seres vivos. Pero esta condición especial se acentúa si tenemos en cuenta que su
actividad hizo posible la existencia de condiciones atmosféricas adecuadas para la
existencia de la vida. Y aún más: “hicieron” la vida. La agregación de bacterias como
base de la mayoría (es decir, no todas) de las estructuras de la célula eucariota es un
hecho comprobado, tanto desde el punto de vista morfológico como genético. Otro
aspecto de las bacterias que merece una atención especial es el referente a los llamados
“biofilms”. Su agrupación por millones de individuos, a veces de tipos diferentes, y sus
espectaculares respuestas coordinadas a distintas alteraciones o estímulos del medio han
llevado a la afirmación de que es un comportamiento inteligente (Webb, J. S., Michael
Givskov, M. y Kjelleberg, S., 2003;Ben Jacob, E. et al., 2005, Skapiro, J. A., 2007)
resultado de su “evolución” (otra confusión derivada de la vieja noción que identifica
evolución con “cambio en los genes” que lleva a hablar de “la evolución de las
bacterias” o incluso “la evolución de los virus”). Habría que pensar si lo que realmente
indica es que la inteligencia es una “propiedad emergente” de las interacciones
coordinadas entre células, como demuestran las respuestas “coherentes” de “genes”,
proteínas, tejidos y órganos en el funcionamiento de los organismos. Y también que,
muy probablemente ha podido ser así desde el principio de su existencia en la Tierra
(Allwood, A. C. et al., 2006). La enorme cantidad de bacterias en la Tierra (vivimos
literalmente inmersos en un mar de bacterias), su condición de imprescindibles para el
origen de la vida y para el funcionamiento de la vida misma en el interior y el exterior
de los animales, colaborando a la fijación de nitrógeno en las plantas, a las que hicieron
posible la colonización del medio terrestre, (una hipótesis que se ha podido comprobar
al constatar cómo, tras la retirada del hielo en un glaciar de los Andes, las cianobacterias
han creado las condiciones, mediante la fijación de nitrógeno, para la colonización del
estéril suelo por las plantas
(http://www.colorado.edu/news/r/578683be8d85cd4b9dff12272a0f6e8d.html)), han
hecho replantearse, por fin, su consideración de “microorganismos patógenos”, y llegar
a la conclusión (confiemos en que sea así) de que su carácter patógeno,extraordinariamente minoritario en relación con el número de tipos de bacterias
conocidas, y mucho más con el, aún mayor de desconocidas (Lozupone, C. A. y Knigh,
R., 2007) se produce cuando alguna “agresión” desestabiliza sus condiciones naturales.
Hay que decir que no se puede culpar a los científicos de la consideración inicial de las
bacterias como agentes exclusivamente patógenos, ya que su descubrimiento tuvo lugar,
precisamente, porque producían enfermedades lo que conducía a esa conclusión lógica.
Lo que resulta menos disculpable es que la concepción de la naturaleza como un campo
de batalla en el que todos son competidores ha conducido a aumentar las
“desestabilizaciones” de las condiciones naturales de la bacterias hasta el extremo de
que su reconocimiento como elementos “positivos” de la Naturaleza (no
suficientemente divulgado y todavía no reconocido por muchos, especialmente en el
campo de la medicina), tal vez llegue demasiado tarde. El alarmante aumento de la
resistencia de las bacterias “patogenizadas” a los antibióticos, producida por el uso
desmedido de éstos como medio de acabar con nuestros “enemigos”, se está
convirtiendo en un grave problema cuyas repercusiones finales ignoramos. Pero
recientemente, se ha comprobado (quizás también demasiado tarde) que los antibióticos
no son “competidores” de las bacterias, sino señales utilizadas por ellas para el control
poblacional (Davies, J., 2006) y en grandes dosis (en dosis anormales) son letales, es
decir, no son “armas” para la lucha contra las bacterias. Son un componente más de la
red de relaciones que une a todos los seres vivos.
Pero, en el imaginario popular y, al parecer, también en el de la mayor parte de los
científicos, hay otros “peligrosos enemigos” (como sabemos, determinadas
concepciones de “la realidad” necesitan enemigos para justificarse), que han sustituido a
las bacterias en las acusaciones de todo tipo de males: los virus. Vamos a olvidarnos de
las rocambolescas explicaciones sobre su origen en términos de “ADN egoísta” fugado
de las células eucariotas mediante una cápsida fabricada ingeniosamente por estos a
partir de genes inexistentes en las células, porque si esta explicación ya era pura ciencia
ficción en su origen, con los datos actuales se convierte en simplemente, absurda. La
inimaginable cantidad y variedad de virus (especialmente “fagos”) desconocidos en su
mayor parte (se asume que sólo se conoce un 10% de los existentes, pero es posible que
sean menos) ), la gran cantidad de “genes” no identificados con anterioridad en ningún
organismo encontrados en los virus, cuya función es desconocida y que se ha estimado
en un 80% del número de genes virales identificados (Villareal, 2004), la existencia de
“fagos” simultáneamente con las primeras arqueas (Woese, 2002 ), y las especialísimas
características de los virus, que en estado libre son inertes, hacen poco probable la idea
convencional de su “evolución” a partir de un antecesor común y mucho menos de un
origen celular. De hecho, La existencia de características específicas de los virus, como
algunas proteínas de las envolturas, genomas en forma de ARN y ARN polimerasas
especiales, sugiere, por el contrario, que al menos una parte de los virus no tiene el
mismo origen celular que sus células huésped”…/… La notable variedad de los virus y
su relativa simplicidad sugieren un origen polifilético: diferentes grupos de virus
habrían derivado independientemente a partir de diferentes orígenes. (Zillig y Arnold,
99). Es decir, cabe la posibilidad, fuertemente apoyada por los datos, de que los virus
“aparecieran” en la Tierra del mismo modo (y, posiblemente, al mismo tiempo) que las
bacterias. Dejaremos para más adelante la discusión sobre el significado y la
verosimilitud de esta posibilidad, para centrarnos en los datos que nos hablan de su
implicación en la evolución de la vida sobre la Tierra. Su consideración de “agentes infecciosos”, con el mismo origen que la de las
bacterias, es decir, condicionada por su “puesta en escena” en la Biología, ha conducido
a calificar a los “fagos” como “virus que infectan a las bacterias”. En realidad, se ha
comprobado que son vehículos de intercambio de información entre ellas (Ben Jacob, E.
et al., 2005) y precursores de los plásmidos, también esenciales en este fenómeno. Pero
los virus en general también han sido esenciales en otro de mayor significado: cuando,
anteriormente, mencionaba que la fusión de bacterias era responsable de “la mayoría”
de las características de la célula eucariota, lo que pretendía indicar es que existe una
considerable cantidad de complejos procesos y moléculas específicos de la célula
eucariota que no proceden de las bacterias y que son, necesariamente, de procedencia
viral. Muchos relacionados con la información genética, como mRNAs, cromosomas
lineales y la separación de la transcripción de la translación (Bell, 2001), polimerasas
((Villareal y DeFilippis, 2000), intrones (Fedorov et al., 2003), telómeros y telomerasas
(Schawalder et al., 2003) o con procesos relacionados con la división celular como la
meiosis (Livingstone, P. H., 2006) o de las proteínas mitocondriales de replicación y
transcripción (Shutt, T. E. y Gray, M. W., 2006) pero también muchas moléculas,
especialmente proteínas y enzimas, no existentes en las procariotas. La lista es ingente y
hace referencia a proteínas, tanto codificadas por virus, como procedentes de sus
cápsidas (glicosiltransferasas, priones, sincitinas) y ha sido ampliamente documentada
con anterioridad (ver “La transformación de la evolución”), aunque, como se aclaraba
en dicha exposición esta documentación se ha realizado, en la mayoría de los casos, en
base a los datos expuestos en los distintos trabajos, pero no en las interpretaciones de su
presencia habitualmente basadas en la concepción del ADN “egoísta”, según la cual,
estas moléculas habrían aparecido al azar en la célula eucariota y su presencia en los
virus estaría justificada porque éstos las habrían “secuestrado”, “imitado” o “saboteado”
(Markine-Goriaynoff et al., 2004). Merecería la pena detenerse a pensar sobre hechos
tan significativos como que la célula es la que “activa” a los virus (Cohen, J., 2008),
que en estado libre son inertes, que dispone de receptores para su penetración, que éstos
disponen de un mecanismo de inyección de ADN, que la célula aporta su “maquinaria
celular” para la actividad de los virus en su interior y que en los cromosomas eucariotas
existen “hot spots” (puntos donde los virus tienden a insertarse). No resulta absurdo
considerar que todo esto sea un proceso natural de incorporación y distribución de
información genética en sentido amplio, lo que incluye ADN, ARN y proteínas.
 Pero la, cada día más evidente, implicación de los virus en la construcción de la
vida no se limita a su “puesta en marcha”. Veamos algunas de sus contribuciones a la
creación de componentes del genoma fundamentales en la evolución. Los elementos
móviles y sus derivados constituyen una proporción de los genomas eucariotas que
trataremos de cuantificar posteriormente, pero cuyas actividades son reconocidas como
responsables de duplicaciones, transposiciones y deleciones, es decir, de cambios
trascendentales en la información genética. La supuesta explicación (más bien, “no
explicación”) de la existencia de elementos móviles basada en su condición de ADN
“egoísta” de origen desconocido y su consideración como precursores de los virus
mediante su “invención” de los genes necesarios para fabricar la cápsida ya ha sido
discutida y los expertos en virus asumen, cada día con más pruebas, su origen
independiente (Zillig y Arnold, 99; Woese, C., 2002), la presencia de una ingente
cantidad y variedad de virus en todos los ecosistemas (Kurt E. Williamson, K. E.,
Wommack, K. E. y Radosevich, M., 2003; Culley, A. I., Lang, A. S. y Suttle, C. A.,
2006) incluso asignándolos una condición de “reservorio de genes” (Goldenfeld, N, y
Woese, C., 2007) y “tejedores de genes” (Hamilton, G., 2006). Lo que resultadesconcertante es que cuando en los artículos sobre su actividad genética se ha
planteado la disyuntiva de si los elementos móviles provienen de virus o es a la inversa,
ambas alternativas se contemplan como probables (Flawell, A. J., 1999), sin definirse
por ninguna como si el significado de la una y la otra no fueran abismalmente distintos.
 Pero si asumimos lo que parece evidente, es decir, que en un sentido genérico, los
transposones deriven de virus y los retrotransposones de retrovirus, la contribución de
los virus a la construcción de los genomas ha sido, por fuerza, la absolutamente
mayoritaria (Britten, R.J., 2004). Repitamos los cálculos: Si hemos de creer los
resultados de la secuenciación de la fracción codificante de proteínas, que constituye el
1,5% del total del Genoma humano, además de 223 genes identificados como de origen
bacteriano (aunque posiblemente sean más), hasta el 50% de sus secuencias están
formadas por elementos móviles, por encima del 10% son virus endógenos y “Mucho
del restante ADN único debe también ser derivado de copias de antiguos elementos
transponibles que han divergido demasiado para ser reconocibles como tales” (THE
HUMAN GENOME SEQUENCING CONSORTIUM, 2001). En cuanto al restante 98,5%, es
decir, la fracción “no codificante”, que había permanecido fuera del foco de interés de
los genetistas por su consideración de “chatarra” o “basura” gracias a la “aportación” de
Richard Dawkins (Von Sternberg, R., 2002), se ha podido comprobar que no sólo es un
componente más de los genomas (que no hay “basura”), sino que es el componente
fundamental en la explicación de la variabilidad, la complejidad biológica (Mattick, J.S.
2003), en la comprensión de la evolución. Y cada día se descubre una nueva actividad
fundamental en los componentes de la supuesta “basura”, en este caso, y una vez más,
en el control del desarrollo embrionario (Prabhakar et al., 2008).
No parece que resulte muy difícil de asumir que los responsables de que exista tal
cantidad de secuencias repetidas son los retrotransposones y si hemos de buscar un
modo por el que estos, con sus especiales transcriptasas inversas han aparecido en los
genomas (Britten, R. J., 2004), llegamos a la conclusión, sorprendente pero coherente
con lo visto anteriormente, de que aproximadamente el 99% de los genomas es de
origen viral, es decir, que los genomas de los seres vivos, aunque sería más adecuado
hablar de “la información genética”, lo que incluye el total de los elementos que la
controlan, están constituidos por una agregación de genomas bacterianos y virales.
Si a esta condición de los genomas en sentido amplio le añadimos la inimaginable
abundancia y variabilidad de virus (se ha estimado que entre 10 y 25 veces más que
bacterias), en los medios marinos y terrestre y sus actividades absolutamente
imprescindibles en los ecosistemas (Williamson, K. E., Wommack, K. E. y Radosevich,
M., 2003; Suttle, C. A., 2005), nos encontramos con algo sobre lo que sería conveniente
detenernos a pensar: Que “nuestros peores competidores” son en realidad, las unidades
básicas de la vida. Que, junto con las bacterias, la han fundado y que la vida se sigue
desarrollando inmersa, interconectada y regulada por un mar de bacterias y virus. Pero
también, que, como desgraciadamente hemos podido comprobar, las bacterias y los
virus pueden pasar, cuando las circunstancias lo requieren (por ejemplo, si nos
empeñamos en ello), de su condición de constructores a la de destructores.
 También podría ser conveniente reflexionar sobre unos datos y unos argumentos
que nos indican que, posiblemente, su labor no ha terminado, porque sería no sólo un
hallazgo apasionante para la Ciencia, sino también una esperanza para la vida sobre la
Tierra. Recientemente, en un artículo publicado en la revista Nature (25-1-2007) bajo el
título “Biology next revolution” Nigel Goldenfeld y Carl Woese, dos de los mayores expertos mundiales en virus, no informan de que “La imagen emergente de los
microbios como colectivos intercambiadores de genes demanda una revisión de
conceptos como organismo, especie y la misma evolución. /…/ Igualmente apasionante
es la comprensión de que los virus tienen un papel fundamental en la biosfera, en un
sentido evolutivo tanto a largo como a corto plazo. Recientes trabajos sugieren que los
virus son un importante almacén y memoria de información genética de una
comunidad, contribuyendo a la dinámica y estabilidad evolutivas del sistema. /…/ Por
lo tanto, consideramos lamentable la concatenación convencional del nombre de
Darwin con la evolución, porque deben ser consideradas otras modalidades”. El
artículo de una página perdido en el mar de confusión que forman los
“descubrimientos” de aplicaciones de elementos móviles y virus para ingeniería
genética es sólo una muestra más de la larga lista de artículos y descubrimientos de gran
trascendencia ignorados o sepultados por el arrollador avance de la “biología de
mercado”.
Ahora, un breve puntualización: La denominación de la propuesta como
“Integración de sistemas complejos”, deriva de la observación de que estas
características de los componentes básicos de la vida, cuya aparición en la Tierra de
forma gradual es materialmente inexplicable, y la forma en que se integran
sucesivamente en entidades de mayor nivel de complejidad, se pueden enmarcar dentro
de la Teoría General de Sistemas (von Bertalanffy, K. L., 1976): Según ésta, un sistema
se define como un conjunto organizado de partes interactuantes e interdependientes que
se relacionan formando un todo unitario y complejo. Entre los distintos tipos de
sistemas, los seres vivos se ajustan a las características de los llamados "sistemas
organísmicos u homeostáticos" (capaces de ajustarse a los cambios externos e internos)
y están organizados en subsistemas que conforman un sistema de rango mayor
(macrosistema). Los sistemas complejos adaptativos son muy estables y no son
susceptibles a cambios en su organización, pero ante un desequilibrio suficientemente
grave, su respuesta es binaria: un colapso (derrumbe) catastrófico o un salto en el nivel
de complejidad (debido a su tendencia a generar patrones de comportamiento global).
Es decir: adaptación (ajuste al entorno) y evolución (cambio de organización)
constituyen procesos diferentes. Se podría decir, pues, que existe un modelo teórico, un
marco conceptual en el que inscribir la propuesta, pero considero que en el caso que nos
ocupa y dada la situación por la que atravesamos, resulta más apremiante la
comprensión de fenómenos concretos a partir de datos empíricos que la elaboración de
un modelo teórico abstracto y general, por lo que la denominación citada y su
adecuación resulta irrelevante para el problema que nos ocupa.
Llegados aquí, tal vez sea conveniente una mirada sobre un supuesto “punto
débil” de esta explicación del origen de la vida en la Terra. La idea de que la vida en la
Tierra proviene de “semillas” diseminadas por el Universo se puede remontar (al
menos, en la cultura occidental) a la Grecia clásica, y el filósofo Anaxágoras ya hablaba
de ello. Como ya hemos mencionado, fue el químico sueco Arrhenius el que acuñó el
término “panspermia” en 1908 para denominar este fenómeno, retomado posteriormente
por el astrónomo galés Alfred Hoyle (1982). Esta hipótesis ha sido rechazada
fervientemente por los más prestigiosos teóricos del darwinismo mediante dos
argumentos: que sólo cambia el problema de lugar y que el origen de la vida en la Tierra
“ya está explicado”. En cuanto al segundo, no merece la pena insistir en que está
“explicado” de forma gradual y al azar, mediante hipótesis inventadas y si ningún primero, sí creo conveniente reiterar que lo que cambia es el problema, porque es
totalmente diferente el significado (y las consecuencias) de que la vida sea un fenómeno
fortuito, de una extremada improbabilidad y único en la Tierra (además de resultar de
un “universocentrismo” penoso), a que la vida sea un fenómeno inherente al Universo,
que sea una propiedad más (aunque muy especial) de la materia como puedan ser los
metales o los gases, cuyas interacciones moleculares tienen sus propias reglas (“leyes”,
en la terminología convencional), y que la vida “germine” allí donde las condiciones
son adecuadas a sus características.
El argumento de que si no podemos precisar cuando y donde se formaron los
componentes de la vida por primera vez (que, insisto, al parecer, “ya está explicado”), la
hipótesis pierde credibilidad es, por decirlo de un modo suave, inconsistente, porque,
como siempre ha pasado en la Ciencia, las explicaciones nunca son completas. Son
aproximaciones al conocimiento de los fenómenos que se estudian y siempre hay que
reservar, como dice Mauricio Abdalla (2006), “un extra de humildad” para reconocer
que no podemos saber “todo” y esperar que nuevos descubrimientos (posiblemente
sorprendentes) o nuevos instrumentos nos permitan avanzar en el conocimiento. En
cualquier caso, también es posible que nunca lleguemos a saber exactamente cuando y
dónde se formó la vida, pero tenemos datos reales de su primera manifestación sobre la
Tierra. Disponemos de observaciones y de conocimientos de procesos verificables
experimentalmente que nos permitirán devolver a la Biología a su condición de Ciencia.
De construir una base teórica sustentada en hechos reales que se ajuste realmente a lo
sucedido en nuestro planeta desde su origen. De comprender que las propiedades de los
seres vivos, de su proceso evolutivo y de sus relaciones actuales entre sí y con el
entorno, dependen de las propiedades de sus componentes. Si las propiedades de los
metales, de los gases, de los líquidos dependen de interacciones atómicas y moleculares
concretas, verificables, ¿cómo se puede decir que las de los seres vivos, que comparten
con ellos las leyes de la física, la química y las matemáticas, pero que, además, son
capaces de “autoorganizarse” y “autogenerarse”, y responder coherentemente a los
estímulos del ambiente dependen del “azar”? Esto no hace sino convertir al la Biología
en una disciplina no susceptible de estudio científico, aunque, como sabemos sí de
manipulación (es decir, del llamado “tiro a boleo”). Porque la concepción de la vida
como un fenómeno producido “al azar” tiene mucho de justificación para perderle el
respeto que se merece. Para “someterla a esclavitud”. Para destruirla sin haberla llegado
a comprender.

 La transformación de la evolución

El método científico convencional, con sus limitaciones, que son mayores cuanto
más complejo es el fenómeno estudiado, consiste en llevar a cabo observaciones
empíricas y formular hipótesis que consigan interrelacionarlas por nexos demostrativos,
es decir, de una forma verificable. Es decir, no forma parte de la Ciencia explicar
realidades en base a proposiciones que se encuentran fuera de los límites empíricos,
porque a lo que conduce esta actitud es a pretender explicar continuamente “porqué no
vemos lo que deberíamos ver”.
Limitémonos, pues, a los datos empíricos y veamos, de una forma necesariamente
superficial, de qué forma pueden estar interconectados.
soporte empírico (es más, los datos reales indican su imposibilidad). En cuanto alprimero, sí creo conveniente reiterar que lo que cambia es el problema, porque es
totalmente diferente el significado (y las consecuencias) de que la vida sea un fenómeno
fortuito, de una extremada improbabilidad y único en la Tierra (además de resultar de
un “universocentrismo” penoso), a que la vida sea un fenómeno inherente al Universo,
que sea una propiedad más (aunque muy especial) de la materia como puedan ser los
metales o los gases, cuyas interacciones moleculares tienen sus propias reglas (“leyes”,
en la terminología convencional), y que la vida “germine” allí donde las condiciones
son adecuadas a sus características.
El argumento de que si no podemos precisar cuando y donde se formaron los
componentes de la vida por primera vez (que, insisto, al parecer, “ya está explicado”), la
hipótesis pierde credibilidad es, por decirlo de un modo suave, inconsistente, porque,
como siempre ha pasado en la Ciencia, las explicaciones nunca son completas. Son
aproximaciones al conocimiento de los fenómenos que se estudian y siempre hay que
reservar, como dice Mauricio Abdalla (2006), “un extra de humildad” para reconocer
que no podemos saber “todo” y esperar que nuevos descubrimientos (posiblemente
sorprendentes) o nuevos instrumentos nos permitan avanzar en el conocimiento. En
cualquier caso, también es posible que nunca lleguemos a saber exactamente cuando y
dónde se formó la vida, pero tenemos datos reales de su primera manifestación sobre la
Tierra. Disponemos de observaciones y de conocimientos de procesos verificables
experimentalmente que nos permitirán devolver a la Biología a su condición de Ciencia.
De construir una base teórica sustentada en hechos reales que se ajuste realmente a lo
sucedido en nuestro planeta desde su origen. De comprender que las propiedades de los
seres vivos, de su proceso evolutivo y de sus relaciones actuales entre sí y con el
entorno, dependen de las propiedades de sus componentes. Si las propiedades de los
metales, de los gases, de los líquidos dependen de interacciones atómicas y moleculares
concretas, verificables, ¿cómo se puede decir que las de los seres vivos, que comparten
con ellos las leyes de la física, la química y las matemáticas, pero que, además, son
capaces de “autoorganizarse” y “autogenerarse”, y responder coherentemente a los
estímulos del ambiente dependen del “azar”? Esto no hace sino convertir al la Biología
en una disciplina no susceptible de estudio científico, aunque, como sabemos sí de
manipulación (es decir, del llamado “tiro a boleo”). Porque la concepción de la vida
como un fenómeno producido “al azar” tiene mucho de justificación para perderle el
respeto que se merece. Para “someterla a esclavitud”. Para destruirla sin haberla llegado
a comprender.
 La transformación de la evolución
El método científico convencional, con sus limitaciones, que son mayores cuanto
más complejo es el fenómeno estudiado, consiste en llevar a cabo observaciones
empíricas y formular hipótesis que consigan interrelacionarlas por nexos demostrativos,
es decir, de una forma verificable. Es decir, no forma parte de la Ciencia explicar
realidades en base a proposiciones que se encuentran fuera de los límites empíricos,
porque a lo que conduce esta actitud es a pretender explicar continuamente “porqué no
vemos lo que deberíamos ver”.
Limitémonos, pues, a los datos empíricos y veamos, de una forma necesariamente
superficial, de qué forma pueden estar interconectados.Lo datos que se pueden considerar el punto de partida para comprender la
evolución de la vida y la prueba de que esta ha cambiado con el tiempo, son los
procedentes del estudio del registro fósil. Los conocimientos, cada día más profundos
rigurosos y abundantes, sobre las formas de vida en los diferentes estratos geológicos no
han llevado a disponer de una visión, si bien no “completa”, sí representativa (Benton,
M. J. et al., 2000)) de los fenómenos evolutivos. La presencia de procariotas en la Era
Arcaica, cuando la Tierra aún no se había acabado de formar, es un hecho verificable.
También, que en Paleoproterozoico, hace unos 1600 millones de años, ya existían las
eucariotas y que, a partir de su existencia, las “apariciones” en el registro fósil de los
organismos multicelulares, primero en el período Vendiano y, posteriormente, y sin
conexión directa evidente, en el Cámbrico, se han producido de una manera, poco
menos que “repentina” (Morris, 2000). (Haremos referencia, en este caso, sólo a la
evolución animal. Para una revisión de la evolución vegetal, ver Moreno, 2002). A
partir de estos estratos, lo que se observa realmente son grandes cambios de
organización y aparición súbita de nuevas morfologías coincidiendo, de una forma más
o menos ajustada, con los comienzos de los distintos períodos geológicos, a los que han
dado nombre sus faunas distintivas (Schindewolf, 1993; Kemp, T. S., 1999). En los
estratos correspondientes a cada período se puede comprobar la existencia de cambios
menores de organización así como posibles especiaciones sin cambios morfológicos
significativos y siempre siguiendo la pauta de los “equilibrios puntuados” (Williamson,
P. G., 1983; Kerr, R. A., 1995), es decir, cambios bruscos y permanencia en “estasis”
durante períodos variables, pero prolongados.
 Veamos, ahora, evidencias experimentales que nos pueden explicar estas
observaciones. Hace tiempo que para los expertos en embriología era evidente que las
características del desarrollo embrionario como un sistema jerarquizado e
interconectado hacía imposible que los cambios de organización se produjeran mediante
la acumulación de pequeños cambios en caracteres superficiales (Devillers, Ch. y
Charline, J., 93; Gilbert,, S. F. et al., 96), pero ahora son observaciones empíricas las
que dan la razón a estos argumentos: La forma en que los complejos Homeóticos
controlan simultáneamente distintos aspectos interrelacionados durante el desarrollo
embrionario nos explican complejos cambios de organización difícilmente explicables
como sucesos independientes, por ejemplo, el control simultáneo del sistema urogenital
y las extremidades necesario para el paso del medio marino al terrestre (Kondo, T. et al.,
1997), o la transición de la organización miriápodo a exápodo (Ronshaugen, M. et al.,
2002). Las investigaciones en el reciente campo de la Evo-Devo (evolución y
desarrollo) arrojan datos, cada día más significativos en este aspecto (Hall, B. K., 2003),
pero quisiera destacar unos de un interés especial, porque representa lo que puede ser la
aproximación experimental más ajustada a las observaciones del registro fósil: en el
artículo “Gene regulatory networks and the evolution of animal body plans ” (Davidson,
E. H. y Erwin, D. H., 2006) se nos informa de la existencia de tres tipos fundamentales
de “redes” en el control del desarrollo embrionario: la primera constituye lo que los
autores denominan kernels (semillas) que controlan las características de la
morfogénesis a nivel de Phylum o Superphylum, el segundo, controla la elaboración de
patrones morfológicos, y las alteraciones en distintos niveles el despliegue de sus
conexiones y el funcionamiento de sus “interruptores” origina cambios de Clase, Orden
y Familia, y finalmente, las alteraciones en baterías de genes y su despliegue serían las
responsables de la especiación. Esto nos lleva a recordar la famosa polémica levantada
por la honesta afirmación de R. Goldschmidt (1940 ), derivada de sus observaciones,
sobre la necesidad de que los cambios necesarios para que se produjese la especiación habrían de ser, necesariamente, mediante “macromutaciones” de efecto instantáneo con
consecuencias visibles sobre la variabilidad de los individuos. La reacción de sus
colegas “ortodoxos” fue cruel, calificando burlonamente a los resultados de tales
cambios “monstruos sin esperanza” o “monstruos esperanzados”. Sin embargo, estos
datos reales nos obligan a buscar un proceso también real, existente, que relacione estas
observaciones con las procedentes del registro fósil.
Como hemos visto, los conocimientos sobre las complejas características de la
información genética y la composición y origen de los genomas nos hablan de la
imposibilidad de que estas complejas redes de información puedan cambiar de un modo
gradual (y menos “al azar”). Esto implica la necesidad de la existencia de algún proceso
que haga posible que nuevas características, a su vez, de gran complejidad y
necesariamente interrelacionadas, se incorporen a las anteriores redes de información.
Veamos un ejemplo como ilustración de estos argumentos: la transición de la
organización reptil a la de mamífero requiere, en el desarrollo embrionario, la
incorporación de gran cantidad de características “nuevas” que están estrechamente
interrelacionadas entre sí (las unas sin las otras no tendrían sentido). La existencia de un
retrovirus endógeno, denominado ERV-3, implicado en la morfogénesis de la placenta
(Mi et al., 2000), en la formación del sincitiotrofoblasto (Venables et al., 1995; Muir et
al., 2004) y en la inmunodepresión materna (Harris, 1998) nos informa (entre otras
cosas que veremos más adelante) de la existencia de un proceso por el que estas nuevas
características se pueden “integrar” en la red genética previa en forma de “subsistema”,
como parte de un proceso de cambio de organización que, necesariamente, ha de tener
otros componentes. Los datos sobre la “incorporación” de nuevas secuencias
relacionados con cambios trascendentales en la evolución son cada día más abundantes
(Pierce, S. K. et al., 2003). También las relacionadas translocaciones y reorganizaciones
genómicas relacionadas con los transposones (Loning, W. W. y Shaedler, H., 2003) y
con repeticiones de secuencias génicas, parciales o “extensivas” (Gu et al., 2002;
McLisaght et al., 2002), de evidente origen en los retrotransposones y también
originarias de las sucesivas duplicaciones de los genes Hox (Wagner, G. P. et al., 2003;
García-Fernández, J., 2005)
 Por lo tanto, tememos una explicación de cómo se pueden producir, de un modo
simultáneo y en un gran número de individuos, los “monstruos esperanzados”: mediante
la integración de virus en los genomas. En lo que respecta a cómo las remodelaciones y
duplicaciones genómicas se pueden producir simultáneamente en un número suficiente
de individuos para que la población resultante sea viable, numerosos estudios han
mostrado experimentalmente, mediante la activación por provocación de distintas
formas de estrés ambiental (radiaciones, excesos o defectos de determinados nutrientes,
sustancias químicas…), la existencia de lo que se denomina “hot spots”, es decir puntos
de los genomas donde tienden a insertarse con más frecuencia los elementos móviles o a
producirse las duplicaciones (Loning, W. W. y Shaedler, H., 2003). Lo que hace pensar
que, en condiciones naturales, esta frecuencia puede ser aún mayor. Esto a llevado a los
citados autores a considerar la existencia de “una variabilidad predeterminada” en la
organización animal, es decir, los cambios estarían condicionados o limitados por algún
tipo de reglas (“leyes”, en la terminología convencional). Incluso, podemos disponer de
nuevos datos que nos hablan de algunas otras de las “regularidades” que buscábamos:
recientemente (Weitz, J. S. et al., 2008) se ha podido conocer una pista sobre cuando los
virus “deciden”, en la terminología de los autores, cuando se integran en el cromosoma
(fase “lisogénica”) o cuando destruyen la célula (fase “lítica”). En un estudio realizadoen fagos, han podido comprobar que la tendencia a utilizar la maquinaria celular para
hacer copias de sí mismos, lo que acaba por destruir la célula, se produce cuando es un
solo virus el que “infecta” la célula. La integración tiene lugar cuando son varios los
virus que penetran.
 Se podría decir que sólo nos falta una conexión para integrar todos estos datos
con las observaciones del registro fósil: Los factores desencadenantes de estos procesos.
Y también los hay. Como es conocido, a lo largo de la existencia de la vida en la Tierra,
se han producido grandes extinciones asociadas a catástrofes ambientales de
dimensiones variables y seguidas de grandes “radiaciones” de nuevas morfologías
(Kemp, T. S., 1999). Para ilustrar las consecuencias de estos fenómenos, vamos a
referirnos al más reciente porque es del que disponemos de una información más clara y
abundante y citaremos, una vez más, la honesta descripción de la observación del
registro fósil por parte de un científico prestigioso y nada sospechoso de heterodoxia:
George Gaylord Simpson”: "El mas asombroso acontecimiento en la historia de la vida
sobre la Tierra, es el cambio que ocurrió del Mesozoico, edad de los reptiles, a la edad
de los mamíferos. Parece como si el telón hubiese caído repentinamente sobre un
escenario en el que todos los papeles habían sido desempeñados por los reptiles,
especialmente los dinosaurios, en un número enorme y con una variedad sorprendente,
y se hubiese vuelto a levantar inmediatamente para poner de manifiesto idéntica
escenografía, pero con un reparto enteramente distinto”. (Simpson et al., 57). La
catástrofe ecológica producida por la caída de un gran meteorito ha sido suficientemente
constatada. Pero hay más. Coincidiendo con esa catástrofe, se produjo una inversión de
los polos magnéticos terrestres (Erickson, 1992; Mazur, S. et al., 2005) que dejó a la
Tierra sometida a un intenso bombardeo de radiaciones solares. No parece necesario
insistir sobre las condiciones que activan, tanto las movilizaciones de los elementos
móviles, como las de los virus endógenos. El resultado es un fenómeno que desafía
nuestra capacidad de imaginación, pero que se ajusta, que puede explicar, de una forma
apoyada en datos existentes, las observaciones reales del registro fósil.
Parece necesario que los biólogos nos desprendamos de concepciones que 
pudiéramos denominar “populares” (como se “ve” en los dibujos animados) que han 
dominado la idea de la evolución. Entre otras cosas, porque no son biológicamente, es 
decir, en base a los procesos que conocemos, posibles. Tenemos que tomar conciencia 
de la enorme complejidad global del fenómeno que pretendemos estudiar 
científicamente. Si tenemos en cuenta los largos períodos de estasis por los que pasan 
las especies, es absurdo pretender que en un período geológico tan corto como el que 
representa el Paleoceno temprano, los mamíferos terrestres hayan vuelto al mar hasta 
convertirse, gradualmente, al azar y tras períodos de “estasis” más o menos largos, en 
ballenas y delfines, porque no hay tiempo para todo esto. Las morfologías animales no 
varían al azar, porque hay unos complejos de información genética llamados 
Homeoboxes que las controlan y hay procesos que explican la transición (la 
transformación) a la organización mamífero. Es decir, los cambios en los ecosistemas, 
por difíciles de “visualizar” que nos resulten (incluido el que esto escribe) son, como se 
ha observado en el registro fósil (Elredge, N, 1997; Beard, C., 2002), globales y 
simultáneos. También lo son, a menor escala, los cambios menores, como las 
especiaciones (Williamson, P. G., 1983; Kerr, R. A., 1995), producidos por estímulos 
de menor repercusión. 
En definitiva, hemos de asumir que la acumulación de información sobre los 
fenómenos biológicos nos sitúa frente a una Naturaleza infinitamente más bella, 
poderosa y coherente que la sórdida visión que nos “enseñó” la vieja mentalidad 
simplista, reduccionista, aleatoria y competitiva. Que la vida se desarrolla en medio de 
unas continuas y estrechas interacciones de los organismos entre sí y con el entorno, 
mediante el intercambio de información genética por transferencia horizontal de genes, 
para la cual también existen “hot spots”, es decir tendencias predeterminadas (Timakov 
et al., 2002; Medrano-Soto, et al., 2004), y mediante procesos de ajuste al entorno que 
producen una adaptaciones de una coherencia y eficacia extraordinarias. Que la vida se 
puede estudiar científicamente, que incluso se puede comprender. Y quizás así 
lleguemos a ser conscientes de que la Naturaleza es infinitamente más poderosa que 
nosotros. Que jamás la conseguiremos doblegar ni vivir al margen de ella. 
Pero también tenemos que detenernos a pensar sobre otra realidad que la 
Naturaleza ha puesto ante nuestros ojos. Vivimos literalmente inmersos en un mar de 
bacterias y virus. Sólo es necesario que consigamos provocar una catástrofe de 
suficientes dimensiones para desencadenar el siguiente paso. 

 Fuente:
Máximo Sandín
http://www.somosbacteriasyvirus.com/


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