domingo, 24 de mayo de 2015

HORMESIS


Una "vacuna" de longevidad mediante dosis controladas de frío, calor o dieta



La diminuta mosca Drosophila buzzati podría haber sido un renglón perdido en los manuales sobre insectos. Originaria del Chaco argentino, se alimenta de los cactus caídos, en particular, de las tunas. A lo sumo, hubiera sido considerada la “hermana pobre” de otra mosca de la fruta, Drosophila melanogaster, muy utilizada en estudios de genética.  
Sin embargo, hay algo que intriga a los investigadores: esa ignota mosquita de los cactus tiene otra parienta muy relacionada, Drosophila koepferae, que ocupa un nicho ecológico prácticamente igual —aunque prefiere los cardones a las tunas—. Ambas tienen el mismo tamaño diminuto. Los mismos ojos rojos saltones. La misma forma de las alas. Las mismas bandas en el abdomen. “Al microscopio no hay nadie que las pueda distinguir”, apunta el doctor Fabián Norry, investigador del Instituto de Genética y Evolución de Buenos Aires (Iegeba), que depende del Conicet y de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. Pero mientras la especie buzzati vive alrededor de dos meses, la koepferae apenas llega a los 15 días. ¿Qué determina tamaña diferencia? ¿Cuál es el secreto de la longevidad de una y de la vejez acelerada de la otra?  
Con el objeto de ayudar a dilucidar ese tipo de interrogantes, los cuales también podrían tener implicancias en humanos, Norry y su equipo adoptaron desde hace años un enfoque novedoso en Argentina. Someten a estas y otras moscas a distintos factores de estrés ambiental, como frío, calor, radiaciones o dietas hipocalórica. Y analizan de qué manera la resistencia a ese tipo de estrés se relaciona con el envejecimiento. Los resultados son consistentes: en la mayoría de las especies investigadas, esa clase de exposición eleva en promedio un 30 por ciento la expectativa de vida. “El efecto es variable incluso dentro de la misma especie: en un individuo la longevidad puede aumentar un 20%, y en otro, 60%”, resume Norry.
El fenómeno biológico que explica ese efecto tiene un nombre: hormesis. Y se puede definir como el beneficio que recibe una célula u organismo después de la exposición a dosis bajas de un agente químico o factor ambiental que, en dosis altas, hubiera sido dañino. “El concepto no es nuevo: Nietzche decía que lo que no mata, fortalece”, escribieron investigadores en un artículo de la Gaceta Médica de México. Y aunque todavía falta mucho para definir cuáles serían la cantidad y la frecuencia adecuadas, un número creciente de científicos y médicos considera que la hormesis puede ser la llave para que los seres humanos sean capaces de vivir 120, 140 o más años. O, al menos, para extender su independencia funcional y lucidez mental durante más tiempo.   
“La hormesis representa, sin dudas, una de las estrategias más promisorias para lograr un envejecimiento saludable en humanos”, sostiene a Más el doctor Suresh Rattan, autor de doce libros sobre la biología de la senescencia, editor de la revista Biogerontology y director del Laboratorio de Envejecimiento Celular de la Universidad Aarhus, en Dinamarca. “No podemos decir exactamente cuál va a ser su impacto sobre la duración de la vida, pero tenemos suficiente confianza científica de que puede hacer que la salud sea mantenida por más años”.
El principio de la hormesis evoca en parte los supuestos fundamentos de la homeopatía, aunque en rigor tiene más correlato con la acción de las vacunas: ambas producen una reacción en el cuerpo y sus repercusiones preventivas se sostienen en el tiempo. Incluso, como ocurre con los planes de inmunización, la hormesis en modelos animales parece funcionar mejor cuando se aplica en edades tempranas. “En moscas que viven tres meses, dos o tres tratamientos de hormesis en los primeros diez días tiene efectos que persisten toda la vida”, dice Norry.  Otros investigadores también hicieron experimentos alentadores con gusanos, algunos mamíferos y cultivos de células humanas.  
Pero si las vacunas estimulan la producción de anticuerpos y otras defensas inmunitarias, la hormesis parece actuar mediante otro mecanismo. Según creen los científicos, la exposición a un factor de estrés moderado (por ejemplo, una dieta con 30 por ciento menos de calorías o baños repetidos con agua fría) dispara ciertos programas de reparación de las células que eliminan o arreglan proteínas dañadas. Si la acumulación progresiva de esos desechos explica el proceso de envejecimiento, como especulan muchos expertos, la hormesis es como si hiciera “la limpieza de la casa”, grafica Norry.
¿Hay pruebas de que la hormesis también puede funcionar en los seres humanos? Quienes defienden esa perspectiva suelen citar un ejemplo paradigmático: el ejercicio. Sudar la gota gorda en gimnasios o salir a correr representa un estrés para el cuerpo que, a la postre, lo termina beneficiando. En 2012, un estudio en Estados Unidos que examinó datos de más de 650.000 adultos determinó que quienes dedican dos horas y  media semanales a realizar actividad física moderada viven, en promedio, 3,4 años más que los sedentarios. Y quienes duplican esa dosis de ejercicio aumentan la longevidad 4,2 años.
Rattan, de Dinamrca, incluye al ejercicio dentro de las “hormetinas”: aquellas condiciones que inducen la hormesis. En particular, lo considera una de las hormetinas físicas, como el calor, el frío o la radiación. Y quizás también el sexo. Pero también propone la existencia de hormetinas mentales, como resolver rompecabezas o hacer meditación.  Y señala que existen otras biológicas o nutricionales, como podrían ser la curcumina (colorante de la cúrcuma), el alcohol o el resveratrol, un ingrediente del vino tinto. “Descubrir nuevas hormetinas como moduladores del envejecimiento y la longevidad es una campo creciente de investigación”, sostiene.
De todos modos, los científicos son cautos. Hay hormetinas que  no están contraindicadas, como el ejercicio o los juegos mentales, pero existen otras que podrían ser riesgosas. ¿Acaso todo el mundo sacaría provecho con veinte minutos semanales de sauna, por ejemplo? ¿Cuál es la eficacia, seguridad y viabilidad ética de exponer a un chico a cierto tipo de radiación o dieta estricta para conquistar, en el futuro, años o calidad de vida? Norry añade otro reparo: los estudios en animales muestran que la respuesta varía mucho de individuo en individuo, por lo cual, en el futuro, quizás se deban desarrollar tests que identifiquen a las personas que realmente se puedan beneficiar de este enfoque.
Pero para eso falta tiempo, y Vince Giuliano, de 86 años, cree que no tiene mucho margen para la espera. Doctor en física aplicada y primer graduado en ciencias de la computación de Harvard, con una extensa trayectoria en empresas de tecnología de la información, hace veinte años Giuliano decidió que quería tener una vida larga y productiva. Y no cualquier vida larga y productiva: se propuso vivir hasta los 225 años. Desde entonces, leyó todos los estudios y teorías al respecto, desarrolló su propio programa antienvejecimiento y se transformó en un activo “consultor e investigador independiente en longevidad”, según se presenta. Dicta conferencias, escribe libros y, sobre todo, trata de predicar con el ejemplo (y es consciente de que, si falla, no va a tener chance de revancha). 
La hormesis es uno de los pilares de su sueño de eternidad. “El estrés es lo que me mantiene joven y andando”, escribió en su página web (www.anti-agingfirewalls.com). Y resumió algunos trucos personales para estimular ese fenómeno: duerme en una habitación a 15ºC y cuando se levanta, sin ropas, pasa frío durante unos 10 a 20 minutos hasta que actúa la calefacción. Toma suplementos con curcumina y otros ingredientes. Hace 45 minutos de cinta. Se entera de malas noticias. Y hasta discute con su esposa: “Me gusta pensar que son todos eventos horméticos”, afirma, en la flor de su vida.

viernes, 22 de mayo de 2015

LOS HABITANTES DEL SILENCIO


Martín Vázquez, director científico de Indear, sostiene que “el ser humano es un superorganismo constituído por células propias y células de terceros, que son los microbios que desarrollan un sinnúmero de funciones en nosotros”.




La semana pasada, en una conferencia dada en Rosario, Martín Vázquez, doctor en Biología que lidera proyectos de genómica y bioinformática en Indear, (un emprendimiento que articula al sector público con el sector privado), comenzó su disertación con una afirmación provocadora: “Homo sapiens es un súperindividuo”, y ante el asombro de la audiencia conformada por algo más de dos mil personas, se preguntó: “¿Por qué?”, para responderse: “Nos dimos cuenta de que estaba provisto de sus propias células y de otro grupo de células, que si bien no le pertenece, interactúa con sus propias células; es el microbioma humano que está llamado a cumplir funciones sin las cuales, el ser humano no podría vivir; es por esto que el ser humano es un súperindividuo”.
Vázquez, quien cubre la función de director científico de Indear, una empresa de investigación y desarrollo surgida de una alianza entre la privada Bioceres y el Conicet, y que cuenta con la primera plataforma de secuenciación de ADN de alto rendimiento disponible en Argentina, detalló ante una audiencia que lo seguía llena de asombro que el ser humano cuenta con unos 30 mil genes y que, por cada gen humano, hay aproximadamente 300 genes de microbios, lo que da la friolera de unos 10 millones de genes. Al mismo tiempo invitó a la audiencia a reflexionar sobre que el ser humano por cada célula alberga, además, 10 células de microbios de especies diferentes. Células que nos constituyen como el ser biológico que somos.
“¿Cómo no lo vimos antes?”, se preguntó Vázquez. El Ciudadano quiso indagar sobre el impacto que este avance puede tener sobre la salud humana.
—La tecnología les dio a ustedes las posibilidades de clasificar, estudiar y definir el microbioma de cada uno de nosotros, ¿qué contribuciones trae a la salud humana?
—Con la tecnología actual podemos observar y monitorear el microbioma. Nos permite, además, ver si algunas dolencias que no tenían una explicación clara, encuentran su origen en el microbioma. Para lo cual, primero necesitamos tener una referencia de individuos sanos. Nosotros hemos hecho junto a un laboratorio local la primera referencia humana; elaboramos un mapa local reclutando 10 hombres y 10 mujeres sanos en quienes estudiamos, muestreando, diversos sitios para establecer el microbioma: fosas nasales, bucofaríngeo en cuatro zonas, piel en dos sitios, gastrointestinales y vagina en mujeres; luego procesamos estas muestras de la misma manera que lo hicieron en el banco de datos de Estados Unidos, con el Proyecto Microbioma Humano, siguiendo los mismos procesos estandarizados y sus respectivos protocolos. Analizamos 1.500 muestras y encontramos diferencias, sobre todo, en el microbioma intestinal con la población sana estudiada en los Estados Unidos.
—¿Este tipo de estudio se ha hecho en otras partes?
—No. Es el primero en Argentina y creo que en el resto de Latinoamérica.
—¿Cómo se define el microbioma y por qué se le llama segundo genoma?
—Cada microorganismo tiene su genoma; al conjunto de ellos se lo llama microbioma y representan el segundo genoma, ya que el primer genoma es el genoma de la célula propia. Ambos genomas interaccionan repartiéndose funciones. Por eso sostenemos que el ser humano es un superorganismo que está constituido por células propias y células de terceros que son los microbios que desarrollan un sinnúmero de funciones que nosotros, con nuestras propias células, no podemos hacer. Este proceso se fue dando por la evolución de millones de años. Es como si fuera un acuerdo mutuo. Ese conjunto es el que lleva adelante todas las funciones del organismo del ser humano.
—¿Cada individuo tiene su propio microbioma, tan propio como su genoma?
—Sí. Es una firma única, así como nuestro código genético es único. Existen pequeñas variaciones entre un ser humano y otro que lo hacen único. En el microbioma pasa exactamente lo mismo. El microbioma es una firma de cada individuo y es mucho más dinámico que el genoma propio.
—¿Qué pasa cuando entran en conflicto genoma y microbioma?
—Se generan desórdenes que son los que producen enfermedades; las que son producto de errores de nuestras propias células y, otras veces, de errores del segundo genoma. En ese punto entran en conflicto. Conflicto quiere decir que hay una dolencia, una patología, un desorden. Cesaron los beneficios de aquel acuerdo y el organismo entra en conflicto.
—¿Ese conflicto es el origen de las enfermedades que padece el ser humano?
—Hasta no hace mucho le atribuíamos la exclusiva responsabilidad al componente genético del ser humano. No siempre le encontramos la explicación y ahora nos damos cuenta que, en realidad, el haber podido describir este microbioma en los humanos, nos induce a fijar la atención en las alteraciones de ese microbioma como responsable de una cantidad de enfermedades desde las que tienen que ver con la conducta y con la salud mental, hasta enfermedades como diabetes, obesidad, enfermedades inflamatorias intestinales.
—¿El microbioma y su relación con el medio ambiente nos revelaría que el nuestro es diferente al de Estados Unidos, o al de regiones de Asia o África?
—Claro que sí. El microbioma está fuertemente impactado por las condiciones ambientales locales, por ejemplo, el tipo de vida que lleva la persona, el tipo de alimentación, el clima del lugar, etc; todo lo cual impacta sobre la constitución de ese microbioma. La situación cultural, diferente según los lugares, y la dinámica del microbioma, hacen que haya diferencias. El microbioma se constituye localmente en cada región, para lo cual hay que conocerlo localmente.
—¿Estos estudios de secuenciación del microbioma a los que hace referencia son accesibles?
—Sí. Cada vez son más accesibles y van a estar más cerca de la clínica. Estamos en ese camino de lograrlo. La idea es tener estas firmas moleculares de diagnóstico de microbioma que nos permitan saber qué es lo que se desordenó para poder tratarlo. Estas tecnologías de secuenciación nuevas nos permiten hacer diagnósticos primarios.
—¿Una vez instalada la enfermedad por el desorden del microbioma, la terapéutica que se usa es la tradicional o se recurre a terapéuticas nuevas?
—Es una buena pregunta porque existen muchas variantes tanto sea con prebióticos o probióticos.
—¿Cuál es la diferencia entre ellos?
—Un probiótico es uno o una mezcla de microorganismos vivos que se introducen en el organismo mediante una dieta y favorecen el desarrollo de la flora microbiana en el intestino. Prebiótico es una molécula orgánica no viva pero que tiene la capacidad de estimular el crecimiento de ciertos microorganismos que ya están en el cuerpo; entonces sea prebiótico o probiótico es tratar el desorden para lograr o restablecer el equilibrio. Existen los que van a ser diseñados, modelados especialmente para tal o cual patología a la que van a tratar específicamente; que pueden ser pre o probióticos de diseño y existen naturales que se pueden usar para prevención incorporándolos a la dieta habitual. Hoy sabemos que la dieta rica en fibras representa una dieta equilibrada. Sabemos que en el microbioma intestinal se alimentan de ellas y generan una serie de moléculas beneficiosas para el organismo que mantiene el sistema inmune equilibrado. Cuando a la dieta le falta fibra esos microorganismos dejan de proliferar, dejan de estar presentes, dándole la oportunidad a otros patógenos oportunistas de ocupar ese lugar y generar desequilibrios que repercutirán en el sistema inmune. Si bien se está estudiando desde hace años, recién este año pudimos conocer en el mundo el microbioma de la piel.

lunes, 4 de mayo de 2015

¿ESTÁ LA CIENCIA LIBRE DE CONTAMINACIONES IDEOLÓGICAS?



Todos suponemos que lo que caracteriza al científico es su afán por ampliar el conocimiento que se tiene de la realidad y para ello está dispuesto incluso a modificar lo que hasta entonces creía. Eso sí, siempre que los nuevos conocimientos estén debidamente demostrados; esto es, que puedan ser comprobados experimentalmente por quienes lo deseen. Visto así no hay cabida para prejuicios ideológicos de ninguna clase. Pero como en tantos otros ámbitos la realidad suele ser muy distinta de como creemos.
Para empezar, solo una parte de la ciencia puede ser demostrada experimentalmente; el resto se basa en hipótesis o teorías que cuentan con más o menos indicios a su favor, pero no con el grado de certidumbre que da la constatación experimental. Cuando a ello se une la necesidad psicológica de tener “algún tipo” de explicación científica sobre tal o cual tema, nos encontramos con versiones que se han construido en base a algunas evidencias, que incluso han llegado a ser aceptadas por casi todo el mundo, pero que sin embargo carecen de demostración. Voy a centrarme en un ejemplo paradigmático de esto que digo: el origen del hombre.
En su mayor parte, la comunidad científica suscribe la teoría que propuso Darwin en 1859, si bien con algunos cambios. Según él, y resumiéndolo mucho, la humanidad surgió a partir de la evolución de un tipo de primate; de un mono, por entendernos. Esta evolución se produjo de un modo lento y gradual, gracias a la “selección natural”; selección basada en las pequeñas variaciones que suelen experimentar los organismos de los seres vivos debidas al azar y que son preservadas cuando proporcionan alguna ventaja al individuo en su lucha por la supervivencia, transmitiéndoselas a sus descendientes.
Es sabido que con este planteamiento Darwin provocó un terremoto ideológico porque, hasta entonces, se creía que los seres vivos habían surgido por creación divina; y lo que él planteaba era una evolución “natural”, en la que no solo negaba la intervención de Dios sino que, además, sostenía que el hombre había evolucionado a partir de un mono gracias, fundamentalmente, a la combinación del azar y la lucha por la supervivencia.
Curiosamente, sin embargo, esta teoría no ha sido nunca demostrada experimentalmente. Ni se ha observado la aparición de una nueva especie a partir de otra distinta, ni se ha podido predecir cuándo y cómo lo va a hacer. El propio Darwin reconoció que su teoría presentaba varios puntos débiles. Uno de ellos era que los restos fósiles conocidos de los animales ya extinguidos no mostraban esa evolución gradual. Lo resolvió diciendo que en el futuro, cuando se encontrasen muchos más fósiles, se confirmaría su teoría. Han pasado más de 150 años, se han catalogado ya más de 1.400.000 especies distintas de animales, conocemos más de 250.000 especies fósiles, pero seguimos sin tener un solo ejemplo que muestre cómo una especie se ha ido transformando hasta producir a su sucesora. Otro de los puntos débiles que Darwin señaló en su teoría era la formación de órganos complejos, y puso como ejemplo el del ojo humano: una maquinaria enormemente compleja para la que resulta muy difícil imaginar un proceso de construcción gradual a base de pequeños cambios, porque en cuanto le faltase una sola “pieza” dejaría de funcionar. Tampoco se ha resuelto este problema.
Más importante que estas objeciones es que la teoría de Darwin no ha podido explicar determinados hitos claves en la evolución de los seres vivos. Uno fundamental: el origen de la vida; ¿cómo se pudo pasar de la materia inerte a un ser vivo? Desde luego ahí no cabe hablar de “lucha por la supervivencia” porque no había nada “vivo”. Otro: el paso de las células sin núcleo a las células con núcleo. Durante aproximadamente 2.000 millones de años los únicos seres vivos fueron bacterias, formadas por una célula sin núcleo. Hace unos 1.900 millones de años aparecieron los primeros organismos dotados de células con núcleo. ¿Cómo se produjo ese “salto”? El darwinismo no tiene una respuesta y la que se está abriendo paso en la comunidad científica, que es la que propuso Lynn Margulis, es contraria a él. Según ella, estas células se formaron mediante la fusión de tres bacterias preexistentes, una de las cuales dio lugar a las mitocondrias. Otro ejemplo más: la “explosión del Cámbrico” que se produjo hace unos 530 millones de años. Según el registro fósil, con anterioridad a ese período básicamente lo que había eran algas marinas, y después es cuando aparecen la mayoría de los grandes grupos de animales que hoy conocemos. Aunque ese período duró unos 10 millones de años se considera muy poco tiempo para la evolución lenta y gradual que postuló Darwin.
Soy consciente de que para cuestionar con rigor la solidez científica del darwinismo hace falta mucho más espacio que el que permite este blog, pero espero que con estos ejemplos sea suficiente al menos para entender que estamos ante una teoría que tiene puntos débiles muy importantes. La pregunta entonces es obvia: ¿por qué la comunidad científica la defiende públicamente como si fuera una verdad indiscutible?
Una primera respuesta, muy habitual entre científicos, es que, antes de desechar una teoría ampliamente aceptada hay que tener otra alternativa que sea más convincente, porque de lo contrario nos quedaríamos en el “vacío”. Es un argumento muy discutible porque sugiere que, solo por conveniencia, puedan estarse manteniendo como válidas teorías que, sin embargo, plantean serias dudas. Sería como una especie de traición al espíritu científico. Pero, en cualquier caso, esta respuesta no explica del todo la firmeza con la que se defiende la veracidad de la teoría de Darwin.
Hay otra explicación: el darwinismo se ha constituido como la gran alternativa frente al creacionismo, la creencia de que fue Dios el creador del hombre y de los restantes seres vivos. Así lo reconoce mucha gente. Por ejemplo, Ernst Mayr, uno de los científicos artífices de la versión moderna del darwinismo, refiriéndose a las fuertes discrepancias que mantuvieron entre sí los principales defensores de la teoría de Darwin en vida de este, reconoce que hubo una creencia “superior” que los mantuvo unidos: “su rechazo del creacionismo, su rechazo de la creación especial. Esta fue la bandera en torno a la cual se reunieron y bajo la cual marcharon. (…). Nada era más esencial para ellos que dilucidar si la evolución es un fenómeno natural o algo controlado por Dios”.
Cabe preguntarse si, en el supuesto de que no existiera la creencia en Dios ni el relato bíblico de la Creación, la teoría de Darwin habría tenido el apoyo que tiene entre los científicos, habida cuenta de sus debilidades. Mi opinión es que no, que de no haber sido por el papel que se le ha dado como gran baluarte de la visión materialista frente al creacionismo religioso, esta teoría no se habría sostenido. Sin embargo, es evidente que este papel excede el ámbito estricto de la ciencia para adentrarse en el terreno de la ideología, y concretamente de la del materialismo.
Es cierto que en la Historia reciente la ciencia se ha visto muchas veces frenada en su avance por el fanatismo de la Iglesia y, en general, de las religiones; y que incluso la tendencia a achacar “todo” a supuestas causas divinas ha supuesto un freno muy fuerte a la hora de buscar y explorar la existencia de posibles causas naturales. Por eso, Richard Dickerson, eminente biólogo y miembro de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos propuso a sus colegas una regla muy razonable: “Veamos hasta dónde y en qué medida podemos explicar la conducta del universo físico y material en términos de causas puramente físicas y materiales, sin invocar lo sobrenatural”.
Pero una cosa es no aceptar el recurso a la intervención divina como argumento que impida investigar y buscar las posibles explicaciones naturales que pueda haber; y otra, muy diferente, es reforzar artificialmente la solvencia científica de una teoría para que sirva más eficazmente en el enfrentamiento ideológico entre el materialismo y la religión, como viene haciéndose con la teoría de Darwin. Esto segundo no tiene nada que ver con el auténtico objetivo de la ciencia.
Creo que, en este caso, la ciencia sí ha sido contaminada por determinadas actitudes ideológicas. Si, en lugar de preocuparse por las posturas más o menos lógicas o absurdas –desde el punto de vista de la ciencia- que puedan defender las religiones, la comunidad científica se hubiese centrado en investigar sin restricciones mentales y en explorar nuevas alternativas, cuando las existentes se revelasen como insuficientes para explicar convincentemente la realidad, la ciencia habría avanzado probablemente mucho más en este terreno. Pero, en todo caso, ¿la comunidad científica no debería, por principio, investigar cualquier hipótesis que a priori le parezca interesante, al margen de que fuese o no utilizada por el creacionismo o por el materialismo?
Llegados a este punto, la pregunta que cabe hacerse es si la contaminación de la ciencia en esta cuestión procede exclusivamente de la propia comunidad científica o si ha venido influenciada por los posicionamientos ideológicos y políticos de la sociedad. Supongamos por un momento que la ciencia llegase a la conclusión de que no hay indicios suficientes como para seguir afirmando que el hombre surgió por evolución natural del mono; que no tenemos ni idea de cómo apareció pero que no está nada claro que este fuera su origen, ¿qué pasaría? Ya sabemos que los creacionistas aprovecharían para contarnos que ellos tenían razón, que las cosas sucedieron como dice la Biblia o la religión que a cada uno más le guste. Vale. Pero dejemos eso a un lado. ¿Tendría la sociedad la madurez necesaria para aceptar que la ciencia no tiene ninguna explicación convincente y que simplemente estamos buscándola? ¿No sería lógico que los científicos nos contasen a los ciudadanos tanto lo que saben como lo que son conscientes de que ignoran? ¿Estaríamos los ciudadanos dispuestos a aceptarlo? Una sociedad que necesita explicaciones sobre todo como si fueran ciertas, aunque haya serias dudas de que lo sean, ¿no es una sociedad inmadura, infantil? Por tanto, ¿a qué queremos jugar?
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