domingo, 10 de marzo de 2019

El sombrero y los asteriscos

¿Qué dirá la Historia de nuestro presente? ¿Cómo nos tratará? Ya se sabe que la historia la escriben los que ganan, aunque esto ha ido cambiando porque los perdedores vamos escribiendo otra, a los ponchazos pero historia al fin, donde nuestros muertos no son simple estadística y donde no importa solo el éxito y el dinero.
Es que la historia oficial huele a naftalina, a rancio, a negocio, a virus que idiotiza como en película de marcianos.
Yo era de los que creían que con tantos documentos, fotos y películas, contar la historia dejaría de ser necesaria. Que se iría escribiendo sola. Me equivocaba. El desafío de los historiadores del futuro será escarbar en la superabundancia. No buscar papiros en el desierto sino barrenar en redes, medios, teléfonos. 
Y los historiadores de verdad, los que quieran escribir una historia honesta que incluya la voz de los desterrados, los negros, los muertos de hambre, tendrán que escarbar aún más profundo, porque la certeza de quiénes fuimos estará sepultada en una maraña de posteos, memes, contradicciones, trompitas selfie y mucho ruido de fondo, y además estará deformada por la historia oficial que, como se sabe, es nuestra enemiga.
Como parte del bando de los perdedores que soy, creo que hay que empezar a tomar precauciones desde ahora. Hay que obligar al presente a interpelarlo todo, a seguir adelante como sea, para que cuando algún Fukuyama del Orto declare que la historia se terminó, quede como un boludo a cuerda. También, además de vivirlo, a este presente hay que escribirlo. Dejar testimonio en un paredón, en las redes, escribir libros, poesía, cantar. Yo a esto le agregaría una buena cuota de malos hábitos, como contestar tonterías en las encuestas y hacer un poco de patafísica para distraer a los que nos quieren controlar y vender porquerías, para que cuando andemos necesitando ravioles un genio del marketing nos llame para vendernos sillas.
Si hiciéramos cosas así es probable que la historia se deba contar con más asteriscos y citas el pie que nunca. Cada frase, cada idea, cada muestra de odio, deberá tener su contrapartida para que doña Rosa, que solo mira a Mirtha, y su sobrino Ceo que no lee libros, la entiendan. Los dobles asteriscos quedarán para las cosas excepcionales, como explicar que es la época donde hay gente que dice que la tierra es plana, que las vacunas son malas y que los ricos son buenos pibes. La teoría del derrame va a necesitar un asterisco  grande como la luna.
Y no hay que descartar que los historiadores de verdad tengan que ir a buscar algunas respuestas a los lugares más impensados, como los científicos del siglo XIX que polemizaban sobre la relación entre el tamaño y peso del cerebro y la inteligencia. Entonces pesaron el cerebro de George Cuvier, "el Aristóteles de la biología francesa". Casi dos kilos. Asunto resuelto: más grande, más inteligencia. En el Corazón de las tinieblas Conrad contaba que a los hombres que viajaban a África se les medía la cabeza para ver de qué manera los había afectado la experiencia.
El peso del cerebro de Cuvier les había dado la razón a los que decían que los europeos, los hombres y los nobles eran más inteligentes que los africanos, las mujeres y los siervos. Cuando quisieron seguir con los estudios se dieron cuenta de que no habían conservado el cerebro. Pero había quedado su sombrero. Los tipos más inteligentes del momento se pusieron a medir el sombrero del "Aristóteles", que obviamente lo tenía enorme. Ya estaban festejando cuando se dieron cuenta de que el sombrero estaba estirado, que Cuvier era de gran cabellera y probablemente había sufrido algún tipo de hidrocefalia.
Esta polémica se resolvió muchos años después, cuando vieron que los cerebros de Whitman y Anatole France pesaban poco más de un kilo, casi la mitad que el de Cuvier. Hubo una época en que se había puesto de moda dejar el cerebro a la ciencia para ser estudiado. Y hubo científicos que se desafiaban a ver quién tenía cerebro más grande, algo que sería dirimido luego de sus muertes, obviamente.
Por eso yo no pienso dejar que la historia cuente mi vida como se le dé la gana. Vean lo que le pasó al pobre Trotsky cuando lo agarró Netflix. Además de las precauciones de las que hablé, le voy a dejar mi fortuna a mis historiadores para que me traten como un héroe y que me pongan en la tapa de un libro. Y unos dólares extras para que mi cara aparezca en la reedición centenario de Volver al futuro. También voy a dejar un epitafio al estilo Groucho: "Aquí yace alguien que se dio cuenta tarde, que es mejor que nunca".
Y además dejaré un aviso para publicar en los diarios del futuro: "San Javier Chiabrando, gracias por cumplir todos nuestros deseos. Rezarte fue lo mejor que me pasó en la vida". Desde el más allá se escucharán mis carcajadas.
¿Es tan necesario contar la historia?, me pregunto ahora. Porque si la contamos para no repetir los errores, e igual los repetimos, incluso los empeoramos, por ahí conviene no contarla, dejar que cada uno se haga una idea aproximada, andar a tientas, sin guías, gurúes, religiones, alcahuetes. Vaya uno a saber.
O lo que podríamos hacer es juntar unos mangos entre todos y dejarle un mensaje colectivo a nuestros historiadores: "Queridos historiadores, no se metan con nuestros cerebros si no quieren tener pesadillas, ni con nuestros sombreros, que ya han soportado demasiados garrotazos. Mejor pésennos los corazones para hacerse una ida de quiénes éramos, y si no quieren que volvamos hechos fantasmas a visitarlos cada noche y de paso a saquearles las heladeras".
En fin, ideas sueltas para la posteridad. Y gratis. Hay días en que solo sé que no sé nada y para colmo hoy no encuentro mi sombrero.