En el Génesis se lee que, tras crear Yahvé a la primera pareja, les bendijo diciendo: Procread y multiplicaos, henchid la Tierra, sometedla, y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la Tierra.
La interpretación literal de este mandamiento divino explica algunas de las perversiones de nuestro modelo. No olvidemos que, por la fuerza homogeneizadora de la globalización, hoy la mayor parte del mundo vive en el modelo Occidental, que hunde sus raíces en la tradición judeocristiana. Los mandamientos de la Biblia han determinado nuestra concepción del bien y del mal, primero desde una perspectiva religiosa, luego moral y después jurídica, en cuanto la mayoría de las leyes están basadas -aunque el propio legislador no lo sepa- en el código moral inserto en aquel Texto sagrado. El proceso por el que las leyes han absorbido los viejos códigos morales es sencillo. Los primeros filósofos del Derecho afirmaban que una ley no era tal si no incorporaba una norma moral, de este modo las leyes no son más que la moral que se impone con una fuerza terrenal (y no divina) de obligar.
Y no nos engañemos, el deicidio y su sustitución por la Diosa Razón, supuso el progreso de la separación entre el poder civil y el religioso, pero no mejoró la calidad del código en sí mismo. Este se tradujo en una moral colectiva que inspiró las leyes sociales y normativas.
Sin duda la imposición de un código moral “avanzado” a una población inculta y bárbara fue un avance considerable. El sociobiólogo Edward O. Wilson lo explicaría como un código genético ideal para garantizar la supervivencia y proliferación de la especie: desde el “no matarás”, en adelante, cada mandamiento puede contemplarse como una ordenación social orientada a evitar el exterminio de la raza y su mejor desarrollo.
Al margen del origen del código, quizás lo más importante sea responder a la pregunta de si sigue siendo hoy día un “avance” o es más bien un lastre en la “evolución” humana. A mi juicio parece claro que cada vez se hacen más evidentes los efectos secundarios que tenía el código inoculado y grabado en la sangre colectiva. Las ideas que permitieron el desarrollo de la sociedad en un momento histórico hoy se están convirtiendo en un lastre para que se dé un nuevo salto evolutivo.
Así, el mandato divino dirigido a la Humanidad de someter y dominar pronto se parceló: cada tribu/raza/religión/nación se consideró con derecho divino a someter y dominar la Tierra y a los demás seres humanos. Pero es que incluso, cada individuo se atribuyó el derecho a dominar y someter a los demás y a disponer como propio de todo cuanto vive y se mueve sobre este mundo. Esto ha conducido a que tengamos una relación de propiedad con todo lo que nos rodea e incluso con nuestro propio cuerpo o nuestros seres queridos. Y esta relación no se concibe desde el respeto y la responsabilidad, sino desde la posibilidad de hacer nuestra santa voluntad.
Esta concepción del mundo explica esa actitud general -política y social- de poner todo y a todos a nuestro servicio. Desde esta perspectiva vital es ciertamente complicado que pueda existir una verdadera actitud de servicio público, entendida como poner nuestra vida y esfuerzo al servicio de los demás. Y sin esa actitud generosa de servicio, se hace imposible imaginar una sociedad civil que asuma las responsabilidades que demandamos en este blog. Tampoco es posible una democracia sin personas capaces y dispuestas a renunciar a su propio beneficio para poner su tiempo y dedicación al servicio de la sociedad.
Pero es que el código también explica la relación psicológica de propiedad que hemos establecido con “nuestros derechos”, concepción en la que eludimos cualquier idea de responsabilidad personal para su realización. Y así nos va, en un panorama en el que cada individuo se cree con derecho a todo por la gracia divina.
El código también permite entender el clima de permanente conflicto social en el que vivimos. Nunca hemos tenido más medios a disposición de la justicia y nos la encontramos desbordada y desorientada, sin capacidad para poner paz en los profundos y abundantísimos conflictos con los que se enfrenta.
Este permanente conflicto ha determinado la paralela evolución del Derecho, como dique de contención, hacia un Derecho patrimonial basado en la protección de los intereses económicos de sujetos en conflicto. Tan centrado en la propiedad está el Derecho privado, que hay quien lo define como el que regula las relaciones entre patrimonios más que entre personas. En esa concepción, el contrato es el centro del Derecho y rige la relación en la cual yo doy algo mío y tú a cambio me das algo tuyo que equivalga. A partir de esta partícula simple se crean estructuras más complejas, pero inspiradas en el mismo principio.
Aunque no hayamos estudiado Derecho, esta concepción está adherida a cada una de nuestras neuronas y opera como uno de los filtros a través de los cuales vemos la realidad; y, así, en nuestras relaciones personales, valoramos a los demás en función de lo que nos pueden aportar. Las relaciones con los demás las medimos aplicando la balanza de la justicia: yo doy tanto y debo recibir el equivalente.
La aventura de la inteligencia (y, por cierto, también de la libertad) comienza cuando asumimos que todos de algún modo hemos interiorizado los códigos; que todas nuestras ideas y pensamientos quizá no sean nuestros, sino que han sido ‘programados’ como parte del código sobre ‘cómo vivir y pensar en sociedad’. La pregunta de ¿qué pasa si lo que pienso y siento no es más que una mentira? es siempre el principio de todo. El código de dominar y someter está impreso con una fuerza expansiva en todos nosotros y determina buena parte de nuestros pensamientos y acciones. Parece importante, por tanto, empezar por cuestionarse cuáles de nuestras conductas y actitudes están siendo condicionadas por el mandato bíblico.
Quizá sea el momento de plantearnos si el sentido literal de someter y dominar debe seguir inspirando el modelo. Quizá convendría recordar cuestiones tan básicas como que la vida en sociedad solo puede funcionar desde una actitud de responsabilidad hacia lo que ocurre a nuestro alrededor. Que una democracia solo merece tal nombre si está integrada por ciudadanos formados, dispuestos a poner su esfuerzo en atender a las cuestiones de la polis. Lo contrario es un jardín de infancia de niños mimados peleando por sus juguetes y con intención de dominar sobre todo el patio.
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