miércoles, 13 de enero de 2016

LA IDEOLOGÍA, MEMBRANA DE ÓSMOSIS INVERSA, CONVERSA Y TRAVERSA

EL TIEMPO OSCURO

Hay mucha más materia en el Universo que aquella que somos capaces de detectar con nuestros mejores aparatos de medida; hay materia que no “vemos”, materia oscura, puesto que no emite radiación electromagnética que podamos captar,  pero cuya existencia intuimos, ya que tiene efectos gravitatorios sobre la materia visible. Debe existir, además, una forma de energía presente en todo el espacio que esté de alguna manera presionándolo, forzando su expansión; así se explicaría por qué las galaxias se aceleran tanto más cuanto más cerca se encuentran de los límites del espaciotiempo. Esta energía, campo de fuerzas o lo que quiera que sea, se ha convenido en llamar energía oscura, aunque el término no sea afortunado y dé a entender que existe una relación con la materia oscura, es decir, que una se puede convertir en la otra, lo mismo que se convierten materia y energía en las reacciones nucleares, cuando no es así.
Abandonando el ámbito de lo científico y entrando en el terreno de la analogía, la presencia no confirmada de la materia y la energía oscura me sugieren la existencia de un posible tiempo oscuro, un tiempo que no se percibe pero que podría explicar la sensación permanente de que el tiempo se escapa o no se tiene suficiente para completar una vida. Sería algo así como el tiempo no vivido o el tiempo que desaparece mientras se mira un reloj.  
Según la física ortodoxa, el tiempo es una magnitud escalar, como también lo son la masa o la temperatura; es decir, no necesita de una dirección y un sentido para definirse. Si recordamos nuestros tiempos escolares, al escribir las fórmulas de la velocidad o de la aceleración la t de tiempo no llevaba encima una flechita, no era un vector.  Pero la experiencia parece decirnos que el tiempo siempre avanza hacia el futuro, que no se puede desandar el camino recorrido. Sabemos que pasa el tiempo porque envejecemos y porque las cosas se desordenan o se rompen, porque surgen situaciones que no se pueden recomponer. El tiempo viene marcado por el incesante aumento de la entropía.
No sabemos exactamente qué es el tiempo, aunque a efectos prácticos es aquello que medimos con los relojes. Sabemos, sin embargo, que todos los relojes no funcionan al unísono. No hay un tiempo absoluto. El tiempo no corre igual para todos los observadores, sino que depende de la velocidad con la que se muevan y del campo gravitatorio al que estén sometidos: el tiempo se dilata, pasa más despacio, a medida que aumentan la velocidad y la gravedad.
Al volver a la Tierra, el reloj de un astronauta no marcará lo mismo que los relojes de los que le esperan, aunque todos ellos estuvieran sincronizados a la partida. Mientras giraba  a gran velocidad alrededor del planeta, mucho mayor que la velocidad con la que se mueven sus habitantes, el reloj del astronauta se habrá retrasado; por otro lado, al encontrarse alejado de la superficie terrestre y sometido a una gravedad menor, el reloj del astronauta se adelantará; el resultado combinado de ambos efectos, aunque opuestos, es el que produce el desfase entre los relojes espaciales  y los terrestres: el astronauta que partió de la Tierra hace un año, al volver a ella, nos encontrará un año y unas milésimas de segundo más viejos.
Esta dilatación del tiempo es un hecho medido y aceptado, aunque en las condiciones habituales de nuestra vida (en las que la velocidad de los objetos es muy inferior a la de la luz y la gravedad es insignificante en comparación con la de otros entes estelares) pase desapercibido y sus efectos sean prácticamente indetectables. Lo cual no significa que no se produzcan: comparado con el tiempo de los demás, nuestro tiempo transcurre más despacio o más deprisa dependiendo de dónde estemos y de cómo nos movamos. Algo que no indican nuestros relojes de pulsera pero que, posiblemente, sí que detectan nuestros relojes biológicos.
Lo que sí parece claro es que todos los segundos no se desarrollan igual. Un segundo de vigilia no es equivalente a un milisegundo de ensoñación profunda; el tiempo de los sueños transcurre de diferente manera, contemplado desde la intensidad de lo vivido. Pero nos dejamos engañar por los relojes y, como ellos, cuantificamos en fragmentos nuestra vida.
El invento del reloj de bolsillo permitió guardarlo junto a las monedas y reforzó la idea de que el tiempo se podía vender o comprar, ahorrar o gastar. También era algo que se podía perder. El tiempo y el dinero se volvieron intercambiables en nuestras cabezas.
Momo, la magnífica novela de Michael Ende, es una genial metáfora de todo ello. En una ciudad donde la vida se desarrolla de forma armónica y placentera llegan los Hombres Grises, unos empleados del Banco del Tiempo que consiguen convencer a sus habitantes de la necesidad de ahorrar tiempo y depositarlo en su Entidad, de la que después podrán retirarlo, con un interés, cuando lo necesiten. Y tal es la obsesión por el ahorro de tiempo que los ciudadanos  dejan de hacer todas aquellas actividades que no se consideran productivas, como la charla, el arte o incluso dormir. La vida se vuelve ajetreada y cuanto más tiempo ahorra una persona menos tiempo tiene. Y con ello volvemos a la idea inicial de este artículo, la del tiempo desaparecido.
El tiempo es una realidad física, sujeta a medición y que puede formularse en términos matemáticos, pero también es una realidad subjetiva, única para cada persona. Nuestras ideas sobre la eternidad,  la forma en que devienen los acontecimientos, el encadenamiento de las causas y los efectos, el determinismo o el destino son las que están dotando o vaciando de sentido y de trascendencia a nuestras vidas. Y estas ideas, que consideramos propias, son en su mayor parte aprendidas, transmitidas por el modelo en el que hemos nacido. Un modelo que no es solo político o económico, sino también, y prioritariamente, ideológico.

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