Constantino subió al trono del Imperio Romano en el año 306 d.C.
En ese momento el cristianismo era tan solo una secta oriental con escasa implantación que se caracterizaba por lo molesto que resultaba el fanatismo de sus miembros, que se negaban a aceptar muchos aspectos de la autoridad imperial que desde Roma se exigían.
El Imperio Romano pre-cristiano fue un imperio esclavista y sanguinario al que se pueden achacar muchos pecados, pero nunca se caracterizó por la intolerancia religiosa; es más, aceptaba de buen grado que sus súbditos rezasen al Dios que les viniese en gana, lo que no podía permitir es que se negase la autoridad del Emperador, que es lo que hacían en algunos aspectos los fanáticos seguidores de Cristo, y lo que provocó las persecuciones de Nerón, Domiciano, y en menor medida Trajano. A Domiciano le importaba bastante poco en qué Dios creían sus súbditos, mientras pagasen impuestos, pero quería que se le llamase “Divino”, y los cristianos preferían morir antes que hacerlo. Con todo, se estima que en las cuatro persecuciones generales del Imperio Romano contra los cristianos, que tuvieron lugar a lo largo de 300 años, murió menos gente por motivos religiosos que, por poner un ejemplo, durante la Matanza del Día de San Bartolomé, cuando el 23 de agosto de 1527 los católicos franceses masacraron a más de 10.000 protestantes en menos de 24 horas.
Si alguien hubiese levantado la voz en el momento de la entronización de Constantino y hubiese predicho que esa secta fanática aún perseguida estaba a punto de convertirse en la religión oficial del Imperio más grande del mundo todavía estarían resonando las carcajadas de los que le rodeasen: sería algo parecido a insinuar ahora que la religión Yedi será el credo oficial de Arabia Saudí en 2025 y, por cierto, una locura similar a la que habría supuesto decir en el año 600 d.C que la religión que rige ahora los destinos y condiciona los pensamientos de los saudíes, nacida de la visión de un comerciante de edad madura de la Meca, saldría del desierto y en menos de un siglo barrería dos imperios y conquistaría medio mundo.
Asimismo, también habrían tratado como locos a los que hubieran dicho que Lenin, ese pequeño hombrecillo de aspecto enfurruñado que volvía a Rusia desde Suiza al final de la Primera Guerra Mundial, sería en unos años dueño de Rusia.
Pero la única certeza que se tiene de la Historia, así, con mayúsculas, es que carece de rumbo.
Ahora cualquier historiador puede justificar de mil maneras diferentes, basándose en parámetros económicos, demográficos y sociológicos -en eso la historia se parece a la economía: predice muy bien el pasado- que el Imperio Romano acabaría siendo cristiano, que surgiría el Islam o que Lenin tomaría el poder en Rusia, pero lo cierto es que en tiempos de Constantino parecía mucho más probable que el Maniqueísmo (del que no queda ni rastro) fuese elegido para ser el credo del Imperio, que nada podía hacer prever en el año 600 que lo que quedaba del Imperio de Bizancio no sería capaz de rechazar la primera Yihad musulmana, y por supuesto nadie habría apostado un rublo en 1913 a que los bolcheviques impondrían su credo a sangre y fuego en medio mundo en unos pocos años.
Este razonamiento es si cabe más cierto si nos referimos al ámbito de la ciencia y la tecnología, donde las cosas son absolutamente imprevisibles: las películas de la saga Regreso al Futuro, en los años 80, imaginaron un mundo lleno de coches voladores, algo que está en el subconsciente colectivo y sin embargo estos aún no existen, pero casi nadie podía imaginar hace tan solo unos años la existencia de Internet…
Y si la historia no es previsible, la economía no es previsible, los saltos tecnológicos no son previsibles; ni siquiera la forma en la que evolucionan los esquemas mentales bajo los que contemplamos el mundo sigue unos parámetros previsibles, ¿por qué tenemos un sistema educativo que no prepara para el cambio?
El objetivo declarado y no discutido por ningún partido político, ni por el conjunto de la Sociedad, del sistema educativo es preparar individuos para enfrentarse al mundo laboral. Todo el sistema educativo, desde primaria hasta los doctorandos, se basa en una dualidad: preparar al individuo para ser útil a la sociedad tratando de darle al tiempo las herramientas que necesita para sobrevivir en ella.
Y sin embargo, no nos prepara para reaccionar ante lo nuevo: el sistema de calificaciones, da igual en qué punto de la escalera educativa te encuentres, está basado en la asimilación de conceptos, muchas veces obsoletos, y el aprendizaje de datos, muchas veces inútiles.
No se enseña al estudiante a pensar, a razonar, a reaccionar ante situaciones de incertidumbre, e incluso los centros y universidades que se vanaglorian de hacerlo, lo que hacen en realidad es transmitir “recetas” ante problemas.
Y lo cierto es que muchas veces con las “recetas”, con saber hacer las cosas como suelen hacerse, es suficiente. Pero cuando las cosas cambian, cuando se desata la tormenta, de nada sirven “recetas” y puede darse el caso de que en los próximos años poco de lo que se enseña en colegios y Universidades sirva para algo y solo los que aprendieron a pensar, a asimilar nuevos conocimientos y nuevos esquemas mentales -a razonar y a imaginar al fin y al cabo- tengan alguna posibilidad de salvarse del naufragio.
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