miércoles, 10 de junio de 2015

APRENDIZAJE Y HERENCIA

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La herencia y el ambiente son los dos extremos entre los que se sitúan la mayoría de las explicaciones sobre el comportamiento humano. En este contexto es en el que se intentan dilucidar las diferencias entre el carácter y la personalidad y en el que se construyen las distintas teorías sobre el aprendizaje; sobre lo que cada persona puede llegar a desarrollar de sí misma gracias a su experiencia.
Quod natura non dat, Salmantica non præstat (Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta) es el lema de la Universidad de Salamanca y viene a resumir una de las posturas ante el hecho educativo: la enseñanza no puede proporcionar la inteligencia, la memoria y demás capacidades que se precisan para aprender, solo puede cultivarlas. Aquello que la genética ha negado no puede adquirirse con la mejor educación.
Es un mensaje con el que se puede estar o no de acuerdo; pero que todos hemos recibido a lo largo de nuestra vivencia, no solo escolar sino también social. De alguna manera se nos ha intentado convencer de que cada ser humano es como está.
Y es cierto que la genética con la que se nace condiciona el desarrollo futuro; pero no lo determina. Al menos no sabemos lo suficiente sobre ella que nos permita afirmarlo. Mientras desconozcamos la función del ADN no codificante, eso que erróneamente se llamó basura genética, que es el 98% de todo el ADN que forma los cromosomas, no podemos asegurar qué es lo que cada ser humano puede llegar a alcanzar.
Hay múltiples definiciones de aprendizaje, pero todas ellas lo relacionan con cambios en la conducta debidos a la experiencia; es decir, con cambios adquiridos. Al interaccionar con el medio que le rodea el organismo aprende; asimila y almacena el resultado de esta interacción y lo utiliza, voluntaria o involuntariamente, en las interacciones futuras. Vamos modificando nuestra conducta a medida que aprendemos.
La genética condiciona lo que somos capaces de aprender y el modo en que podemos aprenderlo. Pero ahora sabemos que también ocurre el proceso inverso: lo que aprendemos puede llegar a modificar nuestro genoma o, al menos, la manera en que este genoma actúa. Un mismo mensaje puede interpretarse de distintas maneras y en esta interpretación es clave la experiencia, aquello que se ha aprendido.
La ciencia, la epigenética, ya sabe que nuestras vivencias pueden marcar nuestro material genético y que estas marcas pueden transmitirse a las generaciones futuras. Es decir, se pueden heredar predisposiciones o tendencias a que nuestros genes se expresen de una determinada manera. Dicho de otra forma,  sin cambiar nada de lo que está escrito, se puede leer todo el relato o tan solo algunas partes, en un orden u otro. Y eso depende de la forma en que hayamos aprendido a leer y de las condiciones en las que estemos leyendo.
En sí mismo el mensaje de los genes carece de sentido, debe interpretarse en un contexto. Si el contexto cambia también lo hace su interpretación. El aparente determinismo de la herencia genética puede que no lo sea tanto si aumentamos la diversidad de los ambientes y la variedad de las demandas; pero si nos empeñamos en mantener una estabilidad imposible las respuestas siempre serán las mismas.
Centrándonos en la inteligencia, por ejemplo, que es algo con lo que se nace pero que se puede desarrollar, podríamos definirla como el uso que se hace del pensamiento, como la capacidad de comprender, resolver situaciones y llegar a conclusiones pensando. Según esto, el más inteligente sería el que mejor piensa. Pero, como la resolución de problemas implica distintas habilidades y los problemas son muy diferentes,  resulta que se puede ser inteligente para algunas cosas mientras que para otras no serlo tanto. Sin embargo, si la educación se centra en unas situaciones concretas y descarta otras, solo se considerará que son inteligentes unos pocos, aquellos que tienen facilidad para una forma concreta de pensar y obrar, mientras que el resto quedará excluido, a la vez que se está desaprovechando su potencial, aquellas capacidades que tienen pero que no se solicitan.
No sabemos con certeza qué es la inteligencia ni dónde reside, pero sí podemos hablar de comportamientos poco inteligentes o muy inteligentes; de comportamientos que agravan los problemas o los solucionan.
Si nos remitimos a los problemas de la educación, es poco inteligente obstinarse en mantener un modelo educativo que claramente empobrece el ambiente, en lugar de enriquecerlo; como es poco inteligente resolver problemas que no existen y dejar sin solución los que realmente tenemos delante. Es poco inteligente emplear siempre la misma herramienta, la razón, cuando también se tienen otras, como la intuición, la emoción, el movimiento o el propio cuerpo en su conjunto que no se están utilizando.  Es poco inteligente limitar nuestra forma de aprender, empecinándonos en conseguir que todos los problemas se parezcan y en intentar resolverlos haciendo siempre lo mismo.

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