Hernandarias y su lucha contra los contrabandistas
El popular caudillo, yerno de Juan de Garay, llamaba “enemigos de la Patria”a los traficantes del puerto de Buenos Aires.
Por Pablo Yurman
El 21 de diciembre de 1634 moría en su humilde rancho de la ciudad de Santa Fe, Hernando Arias de Saavedra, más conocido como Hernandarias, el primer criollo (había nacido en Asunción) en ser designado gobernador de lo que entonces era la Gobernación del Paraguay que comprendía hasta el Río de la Plata y áreas integrantes del Virreinato del Perú. Su figura es tan argentina como paraguaya y uruguaya.
Constituye quizás el arquetipo del criollo que ya se percibe a sí mismo como distinto de sus antecesores castellanos.
Existe en Hernandarias un auténtico amor a la Patria, siendo de hecho una frase suya en carta al rey Felipe III el primer rastro en donde aparece esa palabra cuando señala “los enemigos de la Patria” en clara alusión a los contrabandistas del puerto de Buenos Aires, contra quienes luchó con todos los medios a su alcance.
Era yerno de Juan de Garay, quien acompañado de pobladores asunceños fundó en 1573 la ciudad de Santa Fe y años más tarde, en 1580, procedió a erigir “por segunda vez” la ciudad de Buenos Aires. En rigor de verdad, Garay fundó la Ciudad de la Trinidad, con todas las formalidades con las que los españoles se tomaban la fundación de una nueva ciudad (reparto de solares y chacras; designación de los vecinos; elección del cabildo, etc.) en cercanías del lugar donde años antes Pedro de Mendoza se había limitado a edificar un apostadero, en la margen norte del Riachuelo, al que llamó Puerto (no ciudad) de Santa María del Buen Ayre. Ese obligado desdoblamiento en cuanto al origen poblacional de la que llegaría a ser capital, primero del Virreinato y luego del país, marcaría a fuego su relación con el interior profundo.
Arturo Jauretche ya lo había afirmado en su genial obra de sociología práctica “El medio pelo en la sociedad argentina”, y también lo haría José María Rosa en su poco divulgada obra “Porteños ricos y trinitarios pobres”: el núcleo poblacional de Buenos Aires (Ciudad de la Trinidad) compuesto fundamentalmente por criollos procedentes de Asunción y de Santa Fe, no obstante tener el honroso título de vecinos y por ello ser los únicos habilitados para integrar el cabildo y ejercer el gobierno local en nombre del rey, sería paulatina pero inexorablemente sustituido por mercaderes advenedizos, generalmente de origen portugués vinculados al deshonroso y prohibido comercio de negros esclavos.
A los pocos años de su fundación, Buenos Aires vivía una situación especial. Los vecinos fundadores y sus descendientes tenían el control del cabildo, pero el movimiento mercantil comenzaba a seguir un rumbo diferenciado, y estaba a cargo de habitantes que no eran vecinos, pero que empezaban a marcar diferencias, sobre todo en cuanto a sus intereses y el modelo de sociedad a construir. Existía prohibición de ingresar por el puerto productos extranjeros, esto es, de países que no fueran España o partes integrantes del imperio. Pero las leyes se violaban recurrentemente con la tolerancia de la escasa población, necesitada de los elementos más básicos, y la complacencia o ineptitud de los escasos funcionarios reales.
Es entonces cuando el rey nombra por primera vez a un criollo gobernador, con amplias facultades. Nos dice Rosa: “Ahora el caudillo es gobernador por nombramiento regio.
Tiene asegurada la estabilidad por cinco años a lo menos, además de prerrogativas que le confiere el sello con las armas reales en el pliego recibido. Posee la Cédula de Permiso (1602) que supone será el remedio a la situación de la Santísima Trinidad, sin favorecer a portugueses de fe sospechosa y manera de vivir tan opuesta a la de los viejos pobladores, ni llenar el interior de Indias con esclavos de Guinea y géneros de Holanda”.
En su lucha por fortalecer la producción de artesanías del interior y evitar el contrabando realizado desde el puerto único de Buenos Aires, tuvo que enfrentarse a las sucesivas cabezas de ese grupo, al que se llamaba entonces “confederados” por oposición a los “beneméritos”, descendientes de los fundadores que vinieron con Garay desde Santa Fe.
Así se sucedieron Diego de Veiga, Bernardo Sánchez, Juan de Vergara, entre otros. Hábiles a la hora de sobornar funcionarios y con llegada incluso hasta el mismo Consejo de Indias.
Pero esos contrabandistas ávidos de riqueza fácil eran parte de un todo más complejo.
“La modesta asociación porteña de introductores de esclavos y funcionarios reales corrompidos venía a ser un engranaje dentro de una poderosa entidad internacional que tenía el monopolio del tráfico negrero.
Era una empresa poderosa, con cazadores en Angola y Guinea, bases de aprovisionamiento y mercados de venta en los puertos de Brasil, y buques de bandera, casi siempre holandesa, para el transporte de la mercadería.” (Rosa, J.M., “Porteños ricos …”, pág. 41).
La popularidad de que Hernandarias gozaba en todo el interior profundo contrastaba con el odio que le profesaban algunos porteños enriquecidos súbita e ilegalmente, aunque no los trinitarios desplazados del gobierno de la ciudad. Al punto que cuando el caudillo gobernador se trasladaba desde Asunción, capital nominal de la gobernación, hasta el puerto, contaba con una escolta de jinetes santafesinos dispuestos a proteger su vida.
En las actas del Cabildo de Buenos Aires se conserva el testamento de quien supo ser líder de los contrabandistas, Juan de Vergara, dueño de una gran fortuna que contrastaba con la pobreza generalizada de una aldea de poco más de 1.500 habitantes en la que los “beneméritos” habían sido desplazados a las periferias. Éstos no atinaron a secundar a Hernandarias en su lucha. Pero la historia posterior demostrará que de tanto en tanto se harían presentes en la Plaza a ocupar el protagonismo al que tenían derecho.
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